Y ella dijo...

"La ilusión mueve el mundo"

sábado, 13 de marzo de 2010

Límite de acercamiento


En medio de la crisis que asola el Hemisferio Norte, que no el Sur, ese que todos conocemos por vivir plácidamente en un constante olimpo... en medio de esa crisis, yo encontré trabajo.

Un pequeño cubículo, pocos compañeros agraciados con el empleo a mi alrededor y un ambiente familiar y cercano. ¡Qué gran premisa para tiempos tan inciertos! pensaba yo. Nada más incorporarme, se me informó de las normas de la empresa: dos besos cada mañana al llegar, uno por uno, en estricto régimen militar. Debíamos formar en fila, con la cabeza ergida, el pecho lleno de orgullo capitalista y las orejas hondeando al viento. Uno a uno, como os decía, el jefe iba revisando nuestras mejillas y acariciándolas con las suyas propias mientras emitía un chisquido húmedo con los labios. Todos sonreían. Yo no iba a ser menos.

Tal era el ambiente que me atrapó y a las pocas semanas ya agradecía las visitas programadas cada hora y cinco minutos a mi oficina por parte de bien el jefe, bien el resto de empleados. Aún no comprendo en qué se basaba el estableciemiento del turno de holas, qué tal, hasta ahora por el cual se iban rotando mis compañeros y jefe. Yo me limité a asimilarlo y recorría, percha en boca, el resto de despachos al toque de trompeta.

Cuando empecé a desvelarme súbitamente en medio de la noche, sudando y jadeando, fue a partir del mes y medio. Era entonces cuando los almuerzos con mis congéneres se volvieron sesiones de terapia encubiertas. En todo ese tiempo pude conocer los entresijos de sus mentes, los cadáveres de sus armarios, los escondites de las llaves de sus casas. Yo les hablé de mis hongos en mi axila y las relaciones sexuales que mantenían con los hongos de mi entrepierna cuando yo no miraba. ¡Qué gran oportunidad para conocer al género humano! reflexionaba yo.

Estas citas para alimentarnos evolucionaron pronto en un bis a bis con el jefe. Al mediodía, algunos de mis compañeros se escabullían ágilmente por entre las impresoras y las destructoras de papel conectadas unas con otras en un flujo constante de retroalimentación; otros se camuflaban detrás de los cuadros de caballos de alto estanding que forraban las paredes. Mientras, el jefe me preguntaba a viva voz por si conocía el paradero de mis compañeros.

Y así, jefe y empleado ingenuo compartían 2 horas de aperitivos, 3 de plato único, media hora de postre y 5 minutos de regurgitación bulímica. 13 euros, sin vómito incluído. Fue en nuestra última sobremesa, cuando mi jefe me recomendó el establo ecuestre con baños turcos gratuítos y final feliz al que solía acudir en vacaciones. El límite de acercamiento había sido violado con alevosía y equinicidad. Rechacé la montura de cuero pulido que me ofrecía y monté en el primer taxi que se cruzó, al galope.

Dónde voy a estar mejor que engrosando la estadística nacional de parados.

jueves, 24 de diciembre de 2009

El polizón



¿Y cómo lo explico? Son consecuencias de guerras pasadas. Consecuencias inocuas, absolutamente inofensivas; y guerras pasadas, felizmente vencidas. Creo que ese es su resumen.

Hace ya mucho tiempo, en una época en la que "yo" era una versión patética e inmadura de un "yo mismo" por descubrir, decidí librar una batalla contra fantasmas. Unos fantasmas que de aquella me definían y regían mi vida. Tomé esa decisión porque tenía una motivación mayor por la cual luchar: Ella.
No estaba solo y confiaba en que juntos podríamos arrasar esos campos viciados de ignominia...


...y así fue. Meses de encarnizado duelo contra mi mismo en donde Yo me superaba en número. Prevalecí y vencimos.


Pero toda guerra conlleva daños y consecuencias a los que hoy me vuelvo a enfrentar. Pesadillas noctámbulas llamaban mi atención y, gracias a que sigo acompañado -¡y por mucho tiempo!-, por fin hemos reparado en ellas.


Diagnóstico: brote psicótico.


Paranoico, un polizón en mi cerebro salpica de pena y miedo aquellos campos que antaño arrasamos y que hoy florecen intensamente. Una voz en mi cabeza que me quiere hacer daño. Una enfermedad inofensiva... siempre y cuando se ataje a tiempo.



En ello estamos y lo conseguiremos.

miércoles, 6 de mayo de 2009

Adicción a las jaulas


¡Qué bonito era cuando tenías todo el tablero de juego por descubrir! De repente te dejan sentado en un hábitat desconocido, el culo bien posado, las piernas desparramadas tal y como cayeron, los brazos muertos apoyados en unas sufrientes muñecas sin ánimo de cambiar de postura. Eres cómo una marioneta de hilos flácidos.



Te sentías que pertenecías a algún lugar...



Pasan los años y descubres todo aquello que te habían prometido... y más. Ves que puedes moverte cómodamente por el tablero, que cada avance es mayor que el anterior y que esto va a durar para siempre.

Pero de pronto, el moho. Marionetas mohosas que sobran hasta en su casa. Y a pesar de la evidencia, no se enteran. Poco a poco, el tablero infinito se convierte en jaula. Compruebas que los ciclos se repiten, lo quieras o no... Y que las marionetas esperpénticas siempre vuelven a aparecer para dar sus portazos y para hacerse oír con sus lágrimas de cocodrilo.



Y entonces ya no sientes ese lugar como tuyo... ¿qué nos queda entonces?

Te gusta enjaularte. Te gusta sentirte oprimido y hacer que todo a tu alrededor te ahogue. Porque esa es nuestra tendencia natural.



¿Realmente necesitamos sentirnos apegados a algún tablero hasta que se convierte en jaula?



Pero no te hundes porque ahora eres una marioneta hecha y derecha, que a cada ciclo vas archivando todos los tipos de moho que te has tenido que comer.





Así que... ¡más moho, por favor! ¡Y más jaulas...



...que ya no estoy sólo.

miércoles, 28 de enero de 2009

El taxista de la Malegría



Conocía un taxista-poeta. Este individuo había confundido su profesión y en lugar de la pluma, blandía la palanca de cambios desde hacía 27 años. Ya deben llevar unos 30. Y es que perdí contacto con esta amistad casual fruto de la vecindad, más estable que muchas otras amistades longevas. Un día este hombre me dijo: "Ayer se me rompieron las entrañas. Definitivamente ayer me hicieron aguadillas en la Malegría que este mundo supura por todos sus orificios."

Me contaba: eran cerca de las 8, en su turno de tarde, así que aún le quedaban 4 horas de trabajo. Sin embargo tuvo que aparcar el taxi en la central y pedir una excedencia por ese día. Alegó demencia senil de sus extremidades, depresión y enajenación mental, por si las moscas.

Decía que aquel día el cielo vomitó agua hasta bien entrada la noche. Él volvía de dejar a un cliente en el hospital clínico, cerca del aeropuerto, cuando de pronto vió entre idas y venidas del limpiaparabrisas lo que le pareció una figura de fémina vestida de novia. El tráfico era lento y pudo verlo sin problemas unos metros más adelante. Realmente era una mujer vestida de blanco, un blanco que discurría infinito acompañando a los regueros de agua sucia que bajaban por el arcén de la carretera. Por lo que pudo ver, caminaba en intervalos de dos o tres pasos lentos, parándose a cada uno y mirando hacia el asfalto, confusa. Al pasarla de largo, los intermitentes del coche le detuvieron a un lado de la vía. La esperó. Ella no debió verle de primeras. Bajó del coche y recordó en ese momento aquel fragmento del buen samaritano de no-sé-qué-libro-mitológico, pero la lluvia no le dejó recrearse en la comparación. Corrió incómodamente hacia ella y se interpuso frente a frente. No dijo palabra. Ella le miró con unos ojos hundidos en una poza de rímel. Le respondió con ojos de respetuosa duda. "Quién sabe... podía tener sus razones."

"Lo único que está cerca de aquí es el aeropuerto y yo tengo un taxi. No te cobro ni te hago preguntas, pero por favor, sube al coche"
"Allí mismo quería ir", dijo la autómata.

Casi ni la miró a través del retrovisor. Sólo quería llegar al aeropuerto y dejarla. Ya había hecho más de lo que se le suponía. No era un tipo amigo de sus clientes, según solía asegurarme. Le encantaba fijarse en ellos y sin eso no podría aguantar ese curro.

La dejó en la puerta; ella dejó litro y medio de agua en el asiento de atrás. Al salir, cerró la puerta y esta atrapó los últimos coletazos del vestido, obligando al taxista a bajar del coche aún más desubicado y permitirle que partiera a ningún sitio. Se quedó mirando como entraba en el hall del aeropuerto. Vió cómo se quedaba inmóvil y como de repente elegía un lado de la estancia al azar para recorrerlo y alejarse de su campo visual. El hombre se metió resignado en el taxi y aparcó. Me dijo que en ese momento la curiosidad más egoísta cultivó morbo y, rompiendo sus costumbres, entró tras ella.

La reconoció fácilmente en la distancia: un despojo blanco violado y ultrajado por el barro reposaba en un banco frente a una puerta de desembarco. A su lado, uno de los paneles de llegadas de vuelos martilleaban con cada cambio de información.






"Espero que el avión que esperaba no se retrasara demasiado."

Yo aún espero que la Malegría me abandone a mi también de una maldita vez. Mientras tanto, espero no casarme nunca.

miércoles, 26 de noviembre de 2008

Hervores y primaveras



Mi ex-novia tenía un admirador. Un juglar neorromántico montado en su blanco corcel. Él flotaba y por ello tenía el mundo a sus pies. Aquello que él quería, él lo conseguía. A su paso, el estiércol que dejaba su ambiguo caballo olía a perfume andrógino dejando tras de si una deuda infinita de hervores y primaveras por asumir. Los trazos de su cara, sus pómulos, su boca...rendían homenaje al cubismo de Picasso. Yo era feliz empapado de ignorancia ya que mi musa, la Musa de musas, era también la de voyeurs y envidiosos. Y yo sin cobrar alquiler... cosa de patentes...

Pero yo era feliz.

Supe de las adulaciones del juglar pero yo seguía siendo feliz. Cuando todo te sonríe, la inercia de la ingenuidad te hace dormir en cama caliente.

Supe que el juglar le escribía bellas y tiernas canciones, eyaculaciones veladas que lejos de acertar en mi musa, rociaban la faz de un servidor. Pero yo era feliz.

Llegó el día del concierto. Yo mantenía mi sonrisa optimista, tenue, hipnotizada. Entramos en el bar, la musa de musas y yo. El juglar se explayó a gusto y dispuso ante el público toda una retahíla de aullidos romanticos y extrañamente siniestros.

¡Oh, que bellos acordes!

Yo sonreía posando mis retinas en la mano del traste, luego en su boca, de su boca a su mano rasgante... Por mis oídos entraban sus deseos y fantasías intrusas (y conscientes de ello) como razzias moras robando las campanas de mi catedral.

¡Enternecedor! Mi gesto se ablandaba ante la ternura del juglar, ante su maravilloso viaje platónico. Allí ya no olía a perfume... ¡nos zambullíamos en litros de substancia aromática!

Después de que sus instrumentos se lamentaran deseando a mi musa, de que sus letras pornográficas sudaran de onanismo por ella y de que otras me invitaran a desaparecer del mapa, hermosa afrenta sonora... yo aplaudía. Aplaudía a reventar, con mi sonrisa desencajada, hasta que mis muñecas se dislocaron y las palmas de mis manos escupieron sangre...






Menos mal que ellas mismas acabaron aplaudiendo en su cara.





Él dejó de flotar, pero siempre le quedará su fiel jamelgo.

domingo, 30 de marzo de 2008

Paradojas de la (absurda) cortesía


Envidio, hasta la vergüenza propia, a aquellos individuos que basta con mirarlos con el ojo del culo y de reojo para saber que no hay muro de hormigón que les tumbe. Esos que tienen presencia y fuerza porque la vida es jodida pero la que ellos han vivido es de verdad.

Conocí a un tipo de unos 35 años que media hora después rebasaba en uno los 40. Un aro dorado y una mirada muy activa engañan a cualquiera. El tío es corpulento, medio rubio, barbita despreocupada pero cuidada. Casado. Un partidazo. Lleva un centro de enfermos mentales en una ciudad gallega, con la particularidad de que una de las usuarias es su hermana mayor. Acostumbra a comer en casa de sus padres, lo cuales viven al lado de la susodicha hermana. Nos conocimos por cuestiones de trabajo, y por esas mismas cuestiones compartí sus momentos de comida familiar. Estabamos trabajando en esos instantes, por lo que rechazamos sus continuas invitaciones a acompañarles en la mesa. Por nuestra parte, mantuvimos el absurdo telón de acero de las convenciones sociales y de la cortesía más descortés que siempre se pone en práctica en estas situaciones.

La demarcación permanente e inamovible de nuestras actitudes protocolarias para con supuestos desconocidos hace que irónicamente pisoteemos la cortesía, la amabilidad de aquellos con los que intimamos mínimamente. Llevábamos toda la mañana metiéndonos en la vida de esta familia, indagando, inmiscuyéndonos en aspectos tan jodidamente personales que sólo nuestra profesión nos lo permite sin ser considerados terapeutas o médicos. Pero allí estábamos nosotros para vomitar el abanico de cortesía, sacando a relucir nuestra impoluta educación que no hacía más que pisar la naturalidad hospitalaria y la humanidad obvia que se supone en gente auténtica y no viciada como ellos...

Es una pena. Ahora es una pena, porque ese día fue patético. Acabamos sentándonos dado que la presión no cedía. Nos sirvieron dos buenos trozos de una gloriosa empanada de carne, de las de verdad, de las que acostumbran hacer en ese tipo de hogares, de las que no solemos probar en nuestras impersonales panaderías. Metáfora perfecta de lo diferentes que eran nuestras posiciones en aquel momento. Lo patético, decía, fue que al momento de engullir nuestras raciones, nos levantamos espoleados argumentando que ya habíamos sobrepasado el límite de su confianza, que ya les habíamos molestado demasiado y que, dado que teníamos que seguir trabajando por la tarde, queríamos evadirnos un poco en otro ambiente.

Absurdo.

Luego, a toro pasado, es cuando te das cuenta de la oportunidad perdida de seguir aprendiendo de quienes tienen algo que enseñarte. Y digo esto hablando sólo desde el egoísmo.




Hacia el final de la jornada me confirmaron lo que había percibido horas antes: el hombre de los 35 años que tenía 40 y pico seguía sin comprender nuestra espantada del mediodía... Otra lección. Siempre se aprende algo.

lunes, 10 de marzo de 2008

La hipocresía (o como retroalimentarse con los propios excrementos)


Parece ser que todo aprendizaje profesional se fundamenta en el reconocimiento de la negligencia y la ineptitud y la no asunción de tales prácticas como dogmas de fé.

Hace bien poco se celebró un festejo entre un grupo de trabajadores. Lo que allí nos reunió era algo anunciado al inicio del proyecto; era algo que con el paso del tiempo se convirtió en el Gran Circo de los Despropósitos gracias a la pésima acción del carismático líder del proyecto. Es un hombrecillo de fuertes convicciones, todas ellas nacidas de una hipocresía bien entrenada desde el escaparate de la cortesía relacional. Su facha no oculta más que falsedad social para con el prójimo, amabilidad pretendidamente pretenciosa, iniciativa hiperactiva que hace el amago de aparentar una seriedad profesional que tan sólo un niño de 5 años puede destapar y desmontar. Y de paso reírse de él. No me puedo olvidar de la prepotencia que vomita su mirada, sus ojos abiertos y permanentemente sonrientes, pase lo que pase. Es esa prepotencia de quien, apoltronado en lo alto de una mole de excrementos, admira su miembro viril. Este curioso individuo, que por cierto tiene todo el derecho de defecar y sentarse en sus propios deshechos, es el clásico emprendedor localista, una mente idealista de gran ambición encorsetada en un tablero de juego que le queda corto... o eso piensa él.

Pero vayamos por partes rápidamente: cree en lo que hace, pone todas sus energías en aquello con lo que se aventura. Pero el fracaso le ha provocado una disfunción perceptiva, una psicosis que se alimenta del desprecio hacia los que él cree inferiores y no merecedores de su respeto. Eso es algo que descubres cuando tu relación con él se va desarrollando. Porque a su inicio detectas cortesía y ganas de trabajar. Y es más: crees oler en él una astuta experiencia. ¡Qué ingenuas son mis fosas nasales! Descubrí que esa cortesía es aún más falsa que el primer apretón de manos que nos dimos. Es un hombre viciado en la praxis profesional, inconscientemente desencantado. Es un tipo que debe llevar constantemente toda su carrera maquillando con hipocresía la realidad y aguantando su fachada con contrafuertes de prepotencia y despotismo. Esto va apeor desde el momento en que su trabajo es un terreno fértil de cultivo de lenguas propias y ajenas pegadas a culos propios y ajenos.

El problema de no conocer más caminos que la negligencia para llevar a cabo su trabajo es que, cada vez que le ponen soluciones delante de sus ojos recubiertos de vómito, no las sabe ver. Porque así fue y así será. Y entonces compruebas cómo el semen que encharca y empantana su cerebro no le permite vislumbrar la evidencia. El desdén con el que trata a aquellos que planteamos el trabajo desde una postura coherente, de igual a igual, le hace caer en el fortín del desprecio y autodescalificarse hasta parecer un niño de 11 años en hora de recreo. Su orgullo no acepta procesar la diversidad de opiniones cuando provienen de quienes no se rebajan a tragar con su inepta arrogancia y quienes, consecuentemente y tras ver como funciona, le pueden dejar en evidencia con sólo un movimiento de mano.

Nosotros no babeamos tras sus pasos, por lo que reaccionó creando pequeños escenarios de confrontación y buscando así instantes de burla infantil. Y si encontraba aliados artificiales, casuales e inconscientes, se jactaba y su cabecita se enrojecía mientras las carnes de su cuerpo se sacudían al ritmo de sus risitas de incompetencia.



Es curioso ver a un hombre de más de 40 años comportarse como un auténtico gilipollas.

Es frustrante sentir la tromba de respuestas ante los actos subrepticios de desprecio y ver como acabas por soltar el comentario más confuso y menos eficaz. En esos casos, mis balbuceos de lengua de trapo mohoso son cribas de ráfagas de pensamientos, expresiones incompletas que, de no ser por la entonación y la gestualidad de mi jeta, el interlocutor no las recibiría como una contestación.

Te quedas como un chuletón poco hecho, pero en el fondo descansas contento por haber aprendido cómo puedes llegar a ser un necio inútil e incapaz antes de los 40.





Todo un profesional.