Y ella dijo...

"La ilusión mueve el mundo"

domingo, 30 de marzo de 2008

Paradojas de la (absurda) cortesía


Envidio, hasta la vergüenza propia, a aquellos individuos que basta con mirarlos con el ojo del culo y de reojo para saber que no hay muro de hormigón que les tumbe. Esos que tienen presencia y fuerza porque la vida es jodida pero la que ellos han vivido es de verdad.

Conocí a un tipo de unos 35 años que media hora después rebasaba en uno los 40. Un aro dorado y una mirada muy activa engañan a cualquiera. El tío es corpulento, medio rubio, barbita despreocupada pero cuidada. Casado. Un partidazo. Lleva un centro de enfermos mentales en una ciudad gallega, con la particularidad de que una de las usuarias es su hermana mayor. Acostumbra a comer en casa de sus padres, lo cuales viven al lado de la susodicha hermana. Nos conocimos por cuestiones de trabajo, y por esas mismas cuestiones compartí sus momentos de comida familiar. Estabamos trabajando en esos instantes, por lo que rechazamos sus continuas invitaciones a acompañarles en la mesa. Por nuestra parte, mantuvimos el absurdo telón de acero de las convenciones sociales y de la cortesía más descortés que siempre se pone en práctica en estas situaciones.

La demarcación permanente e inamovible de nuestras actitudes protocolarias para con supuestos desconocidos hace que irónicamente pisoteemos la cortesía, la amabilidad de aquellos con los que intimamos mínimamente. Llevábamos toda la mañana metiéndonos en la vida de esta familia, indagando, inmiscuyéndonos en aspectos tan jodidamente personales que sólo nuestra profesión nos lo permite sin ser considerados terapeutas o médicos. Pero allí estábamos nosotros para vomitar el abanico de cortesía, sacando a relucir nuestra impoluta educación que no hacía más que pisar la naturalidad hospitalaria y la humanidad obvia que se supone en gente auténtica y no viciada como ellos...

Es una pena. Ahora es una pena, porque ese día fue patético. Acabamos sentándonos dado que la presión no cedía. Nos sirvieron dos buenos trozos de una gloriosa empanada de carne, de las de verdad, de las que acostumbran hacer en ese tipo de hogares, de las que no solemos probar en nuestras impersonales panaderías. Metáfora perfecta de lo diferentes que eran nuestras posiciones en aquel momento. Lo patético, decía, fue que al momento de engullir nuestras raciones, nos levantamos espoleados argumentando que ya habíamos sobrepasado el límite de su confianza, que ya les habíamos molestado demasiado y que, dado que teníamos que seguir trabajando por la tarde, queríamos evadirnos un poco en otro ambiente.

Absurdo.

Luego, a toro pasado, es cuando te das cuenta de la oportunidad perdida de seguir aprendiendo de quienes tienen algo que enseñarte. Y digo esto hablando sólo desde el egoísmo.




Hacia el final de la jornada me confirmaron lo que había percibido horas antes: el hombre de los 35 años que tenía 40 y pico seguía sin comprender nuestra espantada del mediodía... Otra lección. Siempre se aprende algo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

cuantas cosas q pudisteis aprender y dejasteis escapar..... :)