Y ella dijo...

"La ilusión mueve el mundo"

jueves, 24 de enero de 2008

Inteligencia Emocional


Ya van tres veces en los últimos dos meses que coincido con el mismo conductor de una de la líneas del bus urbano. Nada más entrar, le miras y ya está sonriendo. No a tí directamente, no es un auxiliar de vuelo japonés. Sonríe al retrovisor, desde donde controla quién se baja del bus. La primera vez piensas que es producto de un buen día, de una anécdota pasajera. Pero después de unas cuantas paradas de persistente sonrisa, te empiezas a oler algo.

Una señora de 60 años largos hace parar el autocar, hace una amago de subir pero lo aborta. El busero le corrige acerca del recorrido de la línea de transporte. Ella da continuidad a la conversación. Los pasajeros nos impacientamos. Y cuando ya creo que que el tío va a cortar por lo sano, le pregunta a la señora por su marido. Rápidamente descubres que no es una pregunta de cortesía, de procedimiento habitual. El marido de la mujer tiene una úlcera. El busero no escatima en cuanto al registro personal de sus palabras, a pesar del escenario. Le interesa, está preocupado y quiere ofrecerle su apoyo. Es el momento apropiado, da igual el contexto.

¡Esto es atención al cliente, ciudadanos! Después de ese lapso de tiempo, que no fue corto, ya digo, el autobús arranca y me bajo dos paradas después con ganas de despedirme hasta el próximo día, darle unas palmaditas rápidas en el brazo seguidas de un apretón firme en el hombro y preguntarle si me puedo abonar a su turno de alguna manera.

Semanas después me toca el mismo hombre, misma línea, misma hora. Le saludo con la mirada y recuerdo lo relatado. Cuando llevamos ya unos minutos recorriendo el entramado de la ciudad, reparo en una madre y su niño de 5, 6 o 7 años. A él no le veo. El respaldo del asiento en el que estaba sentado le tapaba y su madre le daba protección ante una posible pérdida de equilibrio por un lateral. Aún así, no advertí exitación ninguna en el chaval, estaba pasivo. Tan sólo algún vano intento de juguetear con las barras del bus que le rodeaban, con la ventana, con los salientes del asiento de plástico...

Por fin llegaron a su parada. La madre arrancó al niño del asiento, agarrándolo y arrastrándolo fuera del asiento. Entonces vi su cara: medio dormido, medio despierto, con los ojos hundidos en la inconsciencia del madrugón. Era, a buen seguro, una cara que ni el primer salpicón de agua fría en la cara, ni la ducha caliente, ni el desayuno reconfortante ayudó a cambiar. Esta legaña andante a duras penas podía caminar. Trastabilleaba ayudado por su madre. Ella sonreía levemente resiganda, con dulce condescedencia ante lo inevitable. El chaval caminaba en sueños. Yo sonreí acordándome de mi sobrino. Pero teníais que ver la cara del conductor... El espejo retrovisor se vio desbordado por una sonrisa conmovida y un gesto en perfecta calma. Su mirada reflectada siguió al chaval y a su madre. Sonrió más abiertamente ante los problemas del niño a la hora de bajarse del bus. Les vio subir a la acera y no arrancó. Siguió mirándolos, pletórico. Cuando una furgoneta le tapó la visión, entonces sí, arrancó buscando una mejor perspectiva y volvío a frenar, no del todo. Así, durante unos cuantos metros, todo el bus acompañó al ralentí el andar de madre e hijo. Por fin volvió a prestar atencíon a la carretera y aceleró...

...la sonrisa seguía ahí...


No estamos aconstumbrados a esto. Lejos quedan los buses londinenses de cabinas con pared de metacrilato, cabinas ajenas y despreocupadas. La humanidad de la gran ciudad se extingue por las alcantarillas. Recordemos siempre los vestigios de estos reductos de humanidad.

viernes, 18 de enero de 2008

La Identidad de la Metrópoli



Todas las ciudades, independientemente de su rango, están creciendo sin freno, cada cual a su ritmo en la autopista de la globalización. Los NÚCLEOS URBANOS se expanden en el TERRITORIO...

Entonces piensas que algún día serán el concepto dominador de todo el sistema; y los estados, como concepto que hoy manejamos, perderá su sentido y se verán sobrepasados por la potencia de la METRÓPOLI...


entonces...


...¿tendrá sentido el sentimiento nacional, la identidad nacional?


CAMINAS POR UNA CALLE LLENA DE GENTE DE TODOS LOS COLORES Y FORMAS y, cuando realmente te sientes UNO MÁS de esa maquinaria, piensas que los NACIONALISMOS no tienen sentido y que por fin algún día residirán en el ámbito al que pertenecen: la cultura no excluyente que proteja su región. Y punto. La inmigración, EN SU MÁS AMPLIO SENTIDO, que amplía los horizontes morales y geográficos y rompe (más que crea) prejuicios y estereotipos, hará todo el trabajo.

Pasas unos días en un supuesto territorio muy definido de una nación muy definida y te das cuenta que eso no son más que ARGUCIAS TURÍSTICAS para atraer el papel verde. ¿IDENTIDAD NACIONAL?


Las ciudades serán metrópolis y el individuo como individuo (que no como MASA COLECTIVA) hará INNECESARIO el concepto identitario politico.

La urbe será la urbe y nadie se tendrá que identificar ni adaptar obligatoriamente a ningún conjunto de costumbres ni tradiciones determinadas, porque ya tiene las suyas y son compatibles perfectamente con las demás. Entras en el sistema-ciudad y desenvuelves tu papel en el engranaje...


...sin perder nunca por el camino la VENTILACIÓN y el toque de COLOR diferenciador y FUNDAMENTAL que supone la cultura...esta sí, nacionalista cuanto queramos.




Ahora bien, aquí caben un huevo de matizaciones a las que ya iremos dando vueltas.

sábado, 12 de enero de 2008

Relaciones imprevistas



Es curioso descubrir momentos en la vida en los que confraternizas de una manera desmesurada con objetos (sí, objetos) impensables. Fue el caso de un tubo de papel higiénico recién desvirgado, durante 5 días de fiebre no inferior a 38 grados, en los cuales yací postrado en cama sin cojones para levantarme de ella. Al principio fue un recurso de imperiosa necesidad: los kleenex escaseaban y los refuerzos no llegaban, así que recurrir al papel del culo fue la mejor opción (las cortinas y la ropa eran demasiado ásperas y valiosas respectivamente).

Es curioso como el grado de compenetración va aumentando a medida que el aprecio mutuo se hace más fuerte.


El tubo, como los amigos, tardó en encontrar su sitio en la habitación. Deambulaba por la silla que hacía las veces de mesilla de noche, después por la propia mesilla que no se merecía su nombre... Pero no se sentía cómodo. Hasta que de pronto, algo me hizo girar la cara y reparar en un trozo de tubería prominente, precipitándose sobre la pared: un resto testigo de la antigua existencia de la calefacción. Su forma y disposición pedían a gritos la penetración del tubo de papel higiénico.

Los lazos emocionales dieron entonces un salto a una dimensión más humana. Los dos empezamos a funcionar como un verdadero engranaje en la batalla. Siempre estuvo ahí, en los peores momentos y en los menos malos. Nuestra presencia mutua era reconfortante y con sólo mirarnos sabíamos lo que queríamos el uno del otro.



De repente, te enteras de que aprecias a un tubo de papel del culo. Le has visto envejecer, habéis evolucionado juntos y te ofrece apoyo desinteresado.



Pero cuando llegan los buenos momentos, cuando escuchas un partido de fútbol determinante para tu equipo a través de la radio, envuelto en la oscuridad hospitalaria de tu habitación, con tus pipas que no hacen más que subirte la fiebre... cuando sólo unas voces de cocaínicos e histéricos locutores te hacen sentir arropado... el tubo de papel higiénico sigue ahí, sufriendo y vibrando contigo.






Entonces, la marea de fluidos farmacéuticos que es tu cuerpo empieza a responder y te empiezas a encontrar mejor. Y el tubo te sonríe satisfecho pero con el momento de la despedida amenazando en los bordes dentados de las microperforaciones de sus hojas.

Entonces, cuando ves la victoria en el horizonte de la batalla biológica, piensas que echarás de menos todo aquello.

Entonces, cuando te levantas por primera vez y compruebas que el sentido del equilibrio ha vuelto y que las pruebas nucleares en tu cabeza finalizaron, entonces miras atrás y ves el tubo allí colgado, con menos hojas pero con la misma vitalidad.

Entonces, te das cuenta...


















Amas a un tubo de papel del culo.

martes, 8 de enero de 2008

Orgullo Autómata




La Tarjeta Ostra te abre el paso hacia el subterráneo. Una docena de espaldas te reciben.

Ahora son más... Espera... Más.


Sin haberlo visto venir te has convertido en otro más, aunque tú sigas pensando que no. Las puertas de un ascensor incoherente se abren. Al instante, las espaldas descubren sus piernas y entran, al ritmo de un tambor eléctronico, un pitido intermitente que marca el paso de este batallón urbano. El goteo es incesante y todos ocupan sus posiciones militares de cara a las compuertas de salida, enfrente.

Cuando por fin las compuertas logran cerrarse a nuestras espaldas, el más indiferente anonimato vuelve a huír de unas miradas a otras.

Ojos absortos en their own business. Polos magnéticos que se repelen. Espacios vitales que conviven en una armonía altamente inestable.

De repente, las puertas antes cerradas se abren y dejan paso a un nuevo recinto. Un pasillo blanco, un tubo de baldosas corroídas por el uso. El pitido intermitente empuja a esa jauría enjaulada a avanzar y la prisa se apodera del ritmo, a cada cual más frenético. El tubo te catapulta en su recorrido. El pitido, perdiéndose ya en la lejanía convertida en pasado inútil, te insiste en acelerar. El rebufo de tus semejantes lo hace todo más frenético e intenso. Las frías cámaras de vigilancia no dejan ni un solo punto ciego. Te acompañan en tu camino y ¿velan por ti?
Te ves distorsionado en los espejos del pasillo y no te reconoces.



Eres un autómata, vigilado y manipulado. Y cuando te das cuenta de ello, compruebas que no tienes otra cosa que hacer que rendirte.

Entonces, lo comprendes y te resignas.

Pero caminando, emborronas tu cara con una sonrisa entornada y felizmente amarga, propia de un neo-autómata: te alegras de formar parte de ese ejército de máquinas pseudohumanas. Te alegras de experimentar lo que es perder el alma en favor de las masas urbanas. Recorres el pasillo y te sientes orgulloso de serlo...





...un autómata más.