Y ella dijo...

"La ilusión mueve el mundo"

miércoles, 26 de noviembre de 2008

Hervores y primaveras



Mi ex-novia tenía un admirador. Un juglar neorromántico montado en su blanco corcel. Él flotaba y por ello tenía el mundo a sus pies. Aquello que él quería, él lo conseguía. A su paso, el estiércol que dejaba su ambiguo caballo olía a perfume andrógino dejando tras de si una deuda infinita de hervores y primaveras por asumir. Los trazos de su cara, sus pómulos, su boca...rendían homenaje al cubismo de Picasso. Yo era feliz empapado de ignorancia ya que mi musa, la Musa de musas, era también la de voyeurs y envidiosos. Y yo sin cobrar alquiler... cosa de patentes...

Pero yo era feliz.

Supe de las adulaciones del juglar pero yo seguía siendo feliz. Cuando todo te sonríe, la inercia de la ingenuidad te hace dormir en cama caliente.

Supe que el juglar le escribía bellas y tiernas canciones, eyaculaciones veladas que lejos de acertar en mi musa, rociaban la faz de un servidor. Pero yo era feliz.

Llegó el día del concierto. Yo mantenía mi sonrisa optimista, tenue, hipnotizada. Entramos en el bar, la musa de musas y yo. El juglar se explayó a gusto y dispuso ante el público toda una retahíla de aullidos romanticos y extrañamente siniestros.

¡Oh, que bellos acordes!

Yo sonreía posando mis retinas en la mano del traste, luego en su boca, de su boca a su mano rasgante... Por mis oídos entraban sus deseos y fantasías intrusas (y conscientes de ello) como razzias moras robando las campanas de mi catedral.

¡Enternecedor! Mi gesto se ablandaba ante la ternura del juglar, ante su maravilloso viaje platónico. Allí ya no olía a perfume... ¡nos zambullíamos en litros de substancia aromática!

Después de que sus instrumentos se lamentaran deseando a mi musa, de que sus letras pornográficas sudaran de onanismo por ella y de que otras me invitaran a desaparecer del mapa, hermosa afrenta sonora... yo aplaudía. Aplaudía a reventar, con mi sonrisa desencajada, hasta que mis muñecas se dislocaron y las palmas de mis manos escupieron sangre...






Menos mal que ellas mismas acabaron aplaudiendo en su cara.





Él dejó de flotar, pero siempre le quedará su fiel jamelgo.

domingo, 30 de marzo de 2008

Paradojas de la (absurda) cortesía


Envidio, hasta la vergüenza propia, a aquellos individuos que basta con mirarlos con el ojo del culo y de reojo para saber que no hay muro de hormigón que les tumbe. Esos que tienen presencia y fuerza porque la vida es jodida pero la que ellos han vivido es de verdad.

Conocí a un tipo de unos 35 años que media hora después rebasaba en uno los 40. Un aro dorado y una mirada muy activa engañan a cualquiera. El tío es corpulento, medio rubio, barbita despreocupada pero cuidada. Casado. Un partidazo. Lleva un centro de enfermos mentales en una ciudad gallega, con la particularidad de que una de las usuarias es su hermana mayor. Acostumbra a comer en casa de sus padres, lo cuales viven al lado de la susodicha hermana. Nos conocimos por cuestiones de trabajo, y por esas mismas cuestiones compartí sus momentos de comida familiar. Estabamos trabajando en esos instantes, por lo que rechazamos sus continuas invitaciones a acompañarles en la mesa. Por nuestra parte, mantuvimos el absurdo telón de acero de las convenciones sociales y de la cortesía más descortés que siempre se pone en práctica en estas situaciones.

La demarcación permanente e inamovible de nuestras actitudes protocolarias para con supuestos desconocidos hace que irónicamente pisoteemos la cortesía, la amabilidad de aquellos con los que intimamos mínimamente. Llevábamos toda la mañana metiéndonos en la vida de esta familia, indagando, inmiscuyéndonos en aspectos tan jodidamente personales que sólo nuestra profesión nos lo permite sin ser considerados terapeutas o médicos. Pero allí estábamos nosotros para vomitar el abanico de cortesía, sacando a relucir nuestra impoluta educación que no hacía más que pisar la naturalidad hospitalaria y la humanidad obvia que se supone en gente auténtica y no viciada como ellos...

Es una pena. Ahora es una pena, porque ese día fue patético. Acabamos sentándonos dado que la presión no cedía. Nos sirvieron dos buenos trozos de una gloriosa empanada de carne, de las de verdad, de las que acostumbran hacer en ese tipo de hogares, de las que no solemos probar en nuestras impersonales panaderías. Metáfora perfecta de lo diferentes que eran nuestras posiciones en aquel momento. Lo patético, decía, fue que al momento de engullir nuestras raciones, nos levantamos espoleados argumentando que ya habíamos sobrepasado el límite de su confianza, que ya les habíamos molestado demasiado y que, dado que teníamos que seguir trabajando por la tarde, queríamos evadirnos un poco en otro ambiente.

Absurdo.

Luego, a toro pasado, es cuando te das cuenta de la oportunidad perdida de seguir aprendiendo de quienes tienen algo que enseñarte. Y digo esto hablando sólo desde el egoísmo.




Hacia el final de la jornada me confirmaron lo que había percibido horas antes: el hombre de los 35 años que tenía 40 y pico seguía sin comprender nuestra espantada del mediodía... Otra lección. Siempre se aprende algo.

lunes, 10 de marzo de 2008

La hipocresía (o como retroalimentarse con los propios excrementos)


Parece ser que todo aprendizaje profesional se fundamenta en el reconocimiento de la negligencia y la ineptitud y la no asunción de tales prácticas como dogmas de fé.

Hace bien poco se celebró un festejo entre un grupo de trabajadores. Lo que allí nos reunió era algo anunciado al inicio del proyecto; era algo que con el paso del tiempo se convirtió en el Gran Circo de los Despropósitos gracias a la pésima acción del carismático líder del proyecto. Es un hombrecillo de fuertes convicciones, todas ellas nacidas de una hipocresía bien entrenada desde el escaparate de la cortesía relacional. Su facha no oculta más que falsedad social para con el prójimo, amabilidad pretendidamente pretenciosa, iniciativa hiperactiva que hace el amago de aparentar una seriedad profesional que tan sólo un niño de 5 años puede destapar y desmontar. Y de paso reírse de él. No me puedo olvidar de la prepotencia que vomita su mirada, sus ojos abiertos y permanentemente sonrientes, pase lo que pase. Es esa prepotencia de quien, apoltronado en lo alto de una mole de excrementos, admira su miembro viril. Este curioso individuo, que por cierto tiene todo el derecho de defecar y sentarse en sus propios deshechos, es el clásico emprendedor localista, una mente idealista de gran ambición encorsetada en un tablero de juego que le queda corto... o eso piensa él.

Pero vayamos por partes rápidamente: cree en lo que hace, pone todas sus energías en aquello con lo que se aventura. Pero el fracaso le ha provocado una disfunción perceptiva, una psicosis que se alimenta del desprecio hacia los que él cree inferiores y no merecedores de su respeto. Eso es algo que descubres cuando tu relación con él se va desarrollando. Porque a su inicio detectas cortesía y ganas de trabajar. Y es más: crees oler en él una astuta experiencia. ¡Qué ingenuas son mis fosas nasales! Descubrí que esa cortesía es aún más falsa que el primer apretón de manos que nos dimos. Es un hombre viciado en la praxis profesional, inconscientemente desencantado. Es un tipo que debe llevar constantemente toda su carrera maquillando con hipocresía la realidad y aguantando su fachada con contrafuertes de prepotencia y despotismo. Esto va apeor desde el momento en que su trabajo es un terreno fértil de cultivo de lenguas propias y ajenas pegadas a culos propios y ajenos.

El problema de no conocer más caminos que la negligencia para llevar a cabo su trabajo es que, cada vez que le ponen soluciones delante de sus ojos recubiertos de vómito, no las sabe ver. Porque así fue y así será. Y entonces compruebas cómo el semen que encharca y empantana su cerebro no le permite vislumbrar la evidencia. El desdén con el que trata a aquellos que planteamos el trabajo desde una postura coherente, de igual a igual, le hace caer en el fortín del desprecio y autodescalificarse hasta parecer un niño de 11 años en hora de recreo. Su orgullo no acepta procesar la diversidad de opiniones cuando provienen de quienes no se rebajan a tragar con su inepta arrogancia y quienes, consecuentemente y tras ver como funciona, le pueden dejar en evidencia con sólo un movimiento de mano.

Nosotros no babeamos tras sus pasos, por lo que reaccionó creando pequeños escenarios de confrontación y buscando así instantes de burla infantil. Y si encontraba aliados artificiales, casuales e inconscientes, se jactaba y su cabecita se enrojecía mientras las carnes de su cuerpo se sacudían al ritmo de sus risitas de incompetencia.



Es curioso ver a un hombre de más de 40 años comportarse como un auténtico gilipollas.

Es frustrante sentir la tromba de respuestas ante los actos subrepticios de desprecio y ver como acabas por soltar el comentario más confuso y menos eficaz. En esos casos, mis balbuceos de lengua de trapo mohoso son cribas de ráfagas de pensamientos, expresiones incompletas que, de no ser por la entonación y la gestualidad de mi jeta, el interlocutor no las recibiría como una contestación.

Te quedas como un chuletón poco hecho, pero en el fondo descansas contento por haber aprendido cómo puedes llegar a ser un necio inútil e incapaz antes de los 40.





Todo un profesional.

miércoles, 13 de febrero de 2008

A pocos pies de altura

Estamos de acuerdo en que el avión es un medio de transporte extraordinario, en todo el sentido de la palabra. Pero no entiendo por qué esta cultura hogareña y colectiva, que siente la necesidad de vomitar el sentimiento patrio allá donde va, aún no es capaz de asimilar los viajes en avión con naturalidad, alejándose de ese matiz homérico e insólito con el que tiene que rociar todo lo que resulte diferente de su hábitat. Es una maniobra de defensa. Por el sur les sonará más todo esto.

Me centro: al avión estaba lamiendo ya la pista. Todas las luces que podíamos ver por la ventanilla eran las del ala. No llovía ni tronaba, lo siento. Pero pegaba un viento de esos que te hacen pensar en el precio de los pañales y plantearte su uso para el próximo vuelo. Era el aeropuerto de Vigo: un acantilado cortado al medio sin ningún tipo de protección orográfica. El traqueteo te arranca alguna sonrisita de falsa seguridad. Seguridad y confianza en los genitales de uno mismo, porque en lo que es el cinturón de seguridad es preferible ni pensarlo… lo ajustas sistemáticamente (en vano) como si fuera un registro acumulativo, del mismo modo que con el sistema de seguridad de las atracciones de pueblo.

El caso es que el avión no tocó asfalto y hubo que ascender de nuevo. En ese momento ya podías tragarte el aliento de todos y cada uno de los pasajeros. Los murmullos histéricos no ayudaban. Tampoco lo hacía la pareja de hombretones ¿rusos? que compartían fila conmigo. El de mi izquierda llevaba sudando desde el despegue; su compañero, llevado por la vergüenza ajena, le tranquilizaba con risitas que a mi no me tranquilizaban una mierda. Aquí es dónde notas cuánto daño han hecho las películas de sobremesa de Telecinco, herederas de la tradición de la Guerra Fría. ¿A dónde se dirigían estos dos rusos? ¿Qué se proponían? ¿Dónde estaba el maletín? ¿Y las esposas? ¿Realmente sudan tanto los rusos? En este segundo intento de aterrizaje, el charquito de sudor ya llegaba a la clase business.

El murmullo general desapareció al unísono cuando volvimos a notar como descendíamos de nuevo. Tú intentas construir serenidad con tus ojos, tu boca, tus manos, como si de ello dependiera la estabilidad en la franja de Gaza (o en la frontera chechena, como en el caso de nuestro deshidratado amigo). Pero cuando el avión aborta otra vez el aterrizaje y vuelve a subir por segunda vez, ya no puedes reprimir echar una ojeada al tren de cola. Eso sí, con tu sonrisita anestésica. Los murmullos son por fin decibelios de nervios y ya te sientes parte del circo. La masa ha empezado a actuar. Todos hablan con todos pero, al mismo tiempo, permanecen encerrados en sí mismos. Están pensando en pedir la hoja de reclamaciones al comandante mientras los auxiliares de descojonan en sus compartimentos. Yo decido unirme a la fiesta de camisetas mojadas del apestoso afluyente soviético que tengo a mi lado. El avión vuelve a bajar, nadie calla, algunos ríen, mis axilas hablan un ruso de nivel medio-alto. Mi sonrisa, como el óleo reciente, se emborrona con el sudor de mi cara.


Por fin oímos el chirrido de los neumáticos y, sin que de tiempo a asimilarlo, rompen los aplausos. Es ahí cuando la masa de individuos desenfrenados y unidos por la colectividad entra realmente en escena. Todos los pasajeros que en la puerta de embarque rechazaba la invasión de su preciado espacio vital ahora aplauden hasta dislocarse las muñecas, como una excursión de imberbes adolescentes.

Se ha consumado la naturaleza del hombre, que necesita sentirse parte de un colectivo. Da igual cuál sean las muestras de salvaje esperpéntico, da igual el contexto. El caso es convertirse en masa primaria e irracional al menos una vez al año y bañarse en el ridículo más absurdo. Y para ello no es necesario estar a miles de pies de altura. El ser humano es ridículo y salvaje por naturaleza y sólo dispone de la educación para coartarlo, la cual no es suficiente. Sé masa y déjate llevar. Sé masa y pierde tu individualidad (y dignidad).










Yo también aplaudí.

jueves, 24 de enero de 2008

Inteligencia Emocional


Ya van tres veces en los últimos dos meses que coincido con el mismo conductor de una de la líneas del bus urbano. Nada más entrar, le miras y ya está sonriendo. No a tí directamente, no es un auxiliar de vuelo japonés. Sonríe al retrovisor, desde donde controla quién se baja del bus. La primera vez piensas que es producto de un buen día, de una anécdota pasajera. Pero después de unas cuantas paradas de persistente sonrisa, te empiezas a oler algo.

Una señora de 60 años largos hace parar el autocar, hace una amago de subir pero lo aborta. El busero le corrige acerca del recorrido de la línea de transporte. Ella da continuidad a la conversación. Los pasajeros nos impacientamos. Y cuando ya creo que que el tío va a cortar por lo sano, le pregunta a la señora por su marido. Rápidamente descubres que no es una pregunta de cortesía, de procedimiento habitual. El marido de la mujer tiene una úlcera. El busero no escatima en cuanto al registro personal de sus palabras, a pesar del escenario. Le interesa, está preocupado y quiere ofrecerle su apoyo. Es el momento apropiado, da igual el contexto.

¡Esto es atención al cliente, ciudadanos! Después de ese lapso de tiempo, que no fue corto, ya digo, el autobús arranca y me bajo dos paradas después con ganas de despedirme hasta el próximo día, darle unas palmaditas rápidas en el brazo seguidas de un apretón firme en el hombro y preguntarle si me puedo abonar a su turno de alguna manera.

Semanas después me toca el mismo hombre, misma línea, misma hora. Le saludo con la mirada y recuerdo lo relatado. Cuando llevamos ya unos minutos recorriendo el entramado de la ciudad, reparo en una madre y su niño de 5, 6 o 7 años. A él no le veo. El respaldo del asiento en el que estaba sentado le tapaba y su madre le daba protección ante una posible pérdida de equilibrio por un lateral. Aún así, no advertí exitación ninguna en el chaval, estaba pasivo. Tan sólo algún vano intento de juguetear con las barras del bus que le rodeaban, con la ventana, con los salientes del asiento de plástico...

Por fin llegaron a su parada. La madre arrancó al niño del asiento, agarrándolo y arrastrándolo fuera del asiento. Entonces vi su cara: medio dormido, medio despierto, con los ojos hundidos en la inconsciencia del madrugón. Era, a buen seguro, una cara que ni el primer salpicón de agua fría en la cara, ni la ducha caliente, ni el desayuno reconfortante ayudó a cambiar. Esta legaña andante a duras penas podía caminar. Trastabilleaba ayudado por su madre. Ella sonreía levemente resiganda, con dulce condescedencia ante lo inevitable. El chaval caminaba en sueños. Yo sonreí acordándome de mi sobrino. Pero teníais que ver la cara del conductor... El espejo retrovisor se vio desbordado por una sonrisa conmovida y un gesto en perfecta calma. Su mirada reflectada siguió al chaval y a su madre. Sonrió más abiertamente ante los problemas del niño a la hora de bajarse del bus. Les vio subir a la acera y no arrancó. Siguió mirándolos, pletórico. Cuando una furgoneta le tapó la visión, entonces sí, arrancó buscando una mejor perspectiva y volvío a frenar, no del todo. Así, durante unos cuantos metros, todo el bus acompañó al ralentí el andar de madre e hijo. Por fin volvió a prestar atencíon a la carretera y aceleró...

...la sonrisa seguía ahí...


No estamos aconstumbrados a esto. Lejos quedan los buses londinenses de cabinas con pared de metacrilato, cabinas ajenas y despreocupadas. La humanidad de la gran ciudad se extingue por las alcantarillas. Recordemos siempre los vestigios de estos reductos de humanidad.

viernes, 18 de enero de 2008

La Identidad de la Metrópoli



Todas las ciudades, independientemente de su rango, están creciendo sin freno, cada cual a su ritmo en la autopista de la globalización. Los NÚCLEOS URBANOS se expanden en el TERRITORIO...

Entonces piensas que algún día serán el concepto dominador de todo el sistema; y los estados, como concepto que hoy manejamos, perderá su sentido y se verán sobrepasados por la potencia de la METRÓPOLI...


entonces...


...¿tendrá sentido el sentimiento nacional, la identidad nacional?


CAMINAS POR UNA CALLE LLENA DE GENTE DE TODOS LOS COLORES Y FORMAS y, cuando realmente te sientes UNO MÁS de esa maquinaria, piensas que los NACIONALISMOS no tienen sentido y que por fin algún día residirán en el ámbito al que pertenecen: la cultura no excluyente que proteja su región. Y punto. La inmigración, EN SU MÁS AMPLIO SENTIDO, que amplía los horizontes morales y geográficos y rompe (más que crea) prejuicios y estereotipos, hará todo el trabajo.

Pasas unos días en un supuesto territorio muy definido de una nación muy definida y te das cuenta que eso no son más que ARGUCIAS TURÍSTICAS para atraer el papel verde. ¿IDENTIDAD NACIONAL?


Las ciudades serán metrópolis y el individuo como individuo (que no como MASA COLECTIVA) hará INNECESARIO el concepto identitario politico.

La urbe será la urbe y nadie se tendrá que identificar ni adaptar obligatoriamente a ningún conjunto de costumbres ni tradiciones determinadas, porque ya tiene las suyas y son compatibles perfectamente con las demás. Entras en el sistema-ciudad y desenvuelves tu papel en el engranaje...


...sin perder nunca por el camino la VENTILACIÓN y el toque de COLOR diferenciador y FUNDAMENTAL que supone la cultura...esta sí, nacionalista cuanto queramos.




Ahora bien, aquí caben un huevo de matizaciones a las que ya iremos dando vueltas.

sábado, 12 de enero de 2008

Relaciones imprevistas



Es curioso descubrir momentos en la vida en los que confraternizas de una manera desmesurada con objetos (sí, objetos) impensables. Fue el caso de un tubo de papel higiénico recién desvirgado, durante 5 días de fiebre no inferior a 38 grados, en los cuales yací postrado en cama sin cojones para levantarme de ella. Al principio fue un recurso de imperiosa necesidad: los kleenex escaseaban y los refuerzos no llegaban, así que recurrir al papel del culo fue la mejor opción (las cortinas y la ropa eran demasiado ásperas y valiosas respectivamente).

Es curioso como el grado de compenetración va aumentando a medida que el aprecio mutuo se hace más fuerte.


El tubo, como los amigos, tardó en encontrar su sitio en la habitación. Deambulaba por la silla que hacía las veces de mesilla de noche, después por la propia mesilla que no se merecía su nombre... Pero no se sentía cómodo. Hasta que de pronto, algo me hizo girar la cara y reparar en un trozo de tubería prominente, precipitándose sobre la pared: un resto testigo de la antigua existencia de la calefacción. Su forma y disposición pedían a gritos la penetración del tubo de papel higiénico.

Los lazos emocionales dieron entonces un salto a una dimensión más humana. Los dos empezamos a funcionar como un verdadero engranaje en la batalla. Siempre estuvo ahí, en los peores momentos y en los menos malos. Nuestra presencia mutua era reconfortante y con sólo mirarnos sabíamos lo que queríamos el uno del otro.



De repente, te enteras de que aprecias a un tubo de papel del culo. Le has visto envejecer, habéis evolucionado juntos y te ofrece apoyo desinteresado.



Pero cuando llegan los buenos momentos, cuando escuchas un partido de fútbol determinante para tu equipo a través de la radio, envuelto en la oscuridad hospitalaria de tu habitación, con tus pipas que no hacen más que subirte la fiebre... cuando sólo unas voces de cocaínicos e histéricos locutores te hacen sentir arropado... el tubo de papel higiénico sigue ahí, sufriendo y vibrando contigo.






Entonces, la marea de fluidos farmacéuticos que es tu cuerpo empieza a responder y te empiezas a encontrar mejor. Y el tubo te sonríe satisfecho pero con el momento de la despedida amenazando en los bordes dentados de las microperforaciones de sus hojas.

Entonces, cuando ves la victoria en el horizonte de la batalla biológica, piensas que echarás de menos todo aquello.

Entonces, cuando te levantas por primera vez y compruebas que el sentido del equilibrio ha vuelto y que las pruebas nucleares en tu cabeza finalizaron, entonces miras atrás y ves el tubo allí colgado, con menos hojas pero con la misma vitalidad.

Entonces, te das cuenta...


















Amas a un tubo de papel del culo.

martes, 8 de enero de 2008

Orgullo Autómata




La Tarjeta Ostra te abre el paso hacia el subterráneo. Una docena de espaldas te reciben.

Ahora son más... Espera... Más.


Sin haberlo visto venir te has convertido en otro más, aunque tú sigas pensando que no. Las puertas de un ascensor incoherente se abren. Al instante, las espaldas descubren sus piernas y entran, al ritmo de un tambor eléctronico, un pitido intermitente que marca el paso de este batallón urbano. El goteo es incesante y todos ocupan sus posiciones militares de cara a las compuertas de salida, enfrente.

Cuando por fin las compuertas logran cerrarse a nuestras espaldas, el más indiferente anonimato vuelve a huír de unas miradas a otras.

Ojos absortos en their own business. Polos magnéticos que se repelen. Espacios vitales que conviven en una armonía altamente inestable.

De repente, las puertas antes cerradas se abren y dejan paso a un nuevo recinto. Un pasillo blanco, un tubo de baldosas corroídas por el uso. El pitido intermitente empuja a esa jauría enjaulada a avanzar y la prisa se apodera del ritmo, a cada cual más frenético. El tubo te catapulta en su recorrido. El pitido, perdiéndose ya en la lejanía convertida en pasado inútil, te insiste en acelerar. El rebufo de tus semejantes lo hace todo más frenético e intenso. Las frías cámaras de vigilancia no dejan ni un solo punto ciego. Te acompañan en tu camino y ¿velan por ti?
Te ves distorsionado en los espejos del pasillo y no te reconoces.



Eres un autómata, vigilado y manipulado. Y cuando te das cuenta de ello, compruebas que no tienes otra cosa que hacer que rendirte.

Entonces, lo comprendes y te resignas.

Pero caminando, emborronas tu cara con una sonrisa entornada y felizmente amarga, propia de un neo-autómata: te alegras de formar parte de ese ejército de máquinas pseudohumanas. Te alegras de experimentar lo que es perder el alma en favor de las masas urbanas. Recorres el pasillo y te sientes orgulloso de serlo...





...un autómata más.